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Charles Bukowski: La Máquina de Follar

La Máquina de Follar


Hacía mucho calor aquella noche en el Bar de Tony. ni siquiera pensaba en follar. Sólo en beber cerveza fresca. Tony nos puso un par para mí y para Mike el Indio, y Mike sacó el dinero. Le dejé pagar la primera ronda. Tony lo echó en la caja registradora, aburrido, y miró alrededor... había otros cinco o seis mirando sus cervezas. Imbéciles. Así que Tony se sentó con nosotros.

—¿Qué hay de nuevo, Tony? —pregunté.

—Es una mierda —dijo Tony.

—No hay nada nuevo.

—Mierda —dijo Tony.

—Ay, mierda —dijo Mike el Indio.

Bebimos las cervezas.

—¿Qué piensas tú de la Luna? —pregunté a Tony.

—Mierda —dijo Tony.

—Sí —dijo Mike el Indio—, el que es un carapijo en la Tierra, es un carapijo en la Luna, qué más da.

—Dicen que probablemente no haya vida en Marte —comenté.

—¿Y qué coño importa? —preguntó Tony.

—Ay, mierda —dije—. Dos cervezas más.

Tony las trajo, luego volvió a la caja con su dinero. lo guardó. volvió.

—Mierda, vaya calor. me gustaría estar más muerto que los antiguos.

—¿Adónde crees tú que van los hombres cuando mueren, Tony?

—¿Y qué coño importa?

—¿Tú no crees en el Espíritu Humano?

—¡Eso son cuentos!

—¿Y qué piensas del Che, de Juana de Arco, de Billy el Niño, y de todos esos?

—Cuentos, cuentos.

Bebimos las cervezas pensando en esto.

—Bueno —dije—, voy a echar una meada.

Fui al retrete y allí, como siempre, estaba Petey el Búho.

La saqué y empecé a mear.

—Vaya polla más pequeña que tienes —me dijo.

—Cuando meo y cuando medito sí. pero soy lo que tú llamas un tipo elástico. Cuando llega el momento, cada milímetro de ahora se convierte en seis.

—Hombre, eso está muy bien, si es que no me engañas. porque ahí veo por lo menos cinco centímetros.

—Es sólo el capullo.

—Te doy un dólar si me dejas chupártela.

—No es mucho.

—Eso es más que el capullo. seguro que no tienes más que eso.

—Vete a la mierda, Petey.

—Ya volverás cuando no te quede dinero para cerveza.

Volví a mi asiento.

—Dos cervezas más —pedí.

Tony hizo la operación habitual. luego volvió.

—Vaya calor, voy a volverme loco —dijo.

—El calor te hace comprender precisamente cuál es tu verdadero yo —le expliqué a Tony.

—¡Corta ya! ¿Me estás llamando loco?

—La mayoría lo estamos. Pero permanece en secreto.

—Sí, claro, suponiendo que tengas razón en esa chorrada, dime, ¿Cuántos hombres cuerdos hay en la tierra? ¿Hay alguno?

—Unos cuantos.

—¿Cuántos?

—¿De todos los millones que existen?

—Sí, sí.

—Bueno, yo diría que cinco o seis.

—¿Cinco o seis? —Dijo Mike el Indio—. ¡Hombre no jodas!

—¿Cómo sabes que estoy loco? di —dijo Tony—. ¿Cómo podemos funcionar si estamos locos?

—Bueno, dado que estamos todos locos, hay sólo unos cuantos para controlarnos, demasiado pocos, 
así que nos dejan andar por ahí con nuestras locuras. De momento, es todo lo que pueden hacer. Yo en tiempos creía que los cuerdos podrían encontrar algún sitio donde vivir en el espacio exterior mientras nos destruían. Pero ahora sé que también los locos controlan el espacio.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque ya plantaron la bandera norteamericana en la luna.

—¿Y si los rusos hubieran plantado una bandera rusa en la luna?

—Sería lo mismo —dije.

—¿Entonces tú eres imparcial? —preguntó Tony.

—Soy imparcial con todos los tipos de locura.

Silencio. Seguimos bebiendo. Tony también; empezó a servirse whisky con agua. Podía; era el dueño.

—Coño, qué calor hace —dijo Tony.

—Mierda, sí —dijo Mike el Indio.

Entonces Tony empezó a hablar.

—Locura —dijo— ¿y si os dijera que ahora mismo está pasando algo de auténtica locura?

—Claro —dije.

—No, no, no... ¡Quiero decir AQUI, en mi bar!

—¿Sí?

—Sí. Algo tan loco que a veces me da miedo.

—Explícame eso, Tony —dije, siempre dispuesto a escuchar los cuentos de los otros.
Tony se acercó más.

—Conozco a un tío que ha hecho una máquina de follar. no esas chorradas de las revistas de tías. Esas cosas que se ven en los anuncios.

Botellas de agua caliente con coños de carne de buey cambiables, todas esas chorradas. Este tipo lo ha conseguido de veras. es un científico alemán, lo cogimos nosotros, quiero decir nuestro gobierno. antes de que pudieran agarrarlo los rusos. No lo contéis por ahí.

—Claro hombre, no te preocupes...

—Von Brashlitz. El gobierno intentó hacerle trabajar en el ESPACIO. No hubo nada que hacer. Es un tipo muy listo, pero no tiene en la cabeza más que esa MAQUINA DE FOLLAR. Al mismo tiempo, se considera una especie de artista, a veces dice que es Miguel Angel... le dieron una pensión de quinientos dólares al mes para que pudiera seguir lo bastante vivo para no acabar en un manicomio. Anduvieron vigilándole un tiempo, luego se aburrieron o se olvidaron de él, pero seguían mandándole los cheques, y de vez en cuando, una vez al mes o así, iba un agente y hablaba con él diez o veinte minutos, mandaba un informe diciendo que aún seguía loco y listo. Así que él andaba por ahí de un sitio a otro, con su gran baúl rojo hasta que, por fin, una noche, llega aquí y empieza a beber. me cuenta que es sólo un viejo cansado, que necesita un lugar realmente tranquilo para hacer sus experimentos. y le escondí aquí. Aquí vienen muchos locos, ya sabéis.

—Sí —dije yo.

—Luego, amigos, empezó a beber cada vez más, y acabó contándomelo.

Había hecho una mujer mecánica que podía darle a un hombre más gusto que ninguna mujer real de toda la historia... además sin tampax, ni mierdas, ni discusiones.

—Llevo toda la vida buscando una mujer así —dije yo.

Tony se echó a reír.

—Y quién no. yo creía que estaba chiflado, claro, hasta que una noche después de cerrar subí con él y sacó la MAQUINA DE FOLLAR del baúl rojo.

—¿y?

—Fue como ir al cielo antes de morir.

—Déjame que imagine el resto —le pedí.

—Imagina.

—Von Brashlitz y su MAQUINA DE FOLLAR están en este momento arriba, en esta misma casa.

—Eso es —dijo Tony.

—¿Cuánto?

—Veinte billetes por sesión.

—¿Veinte billetes por follarse una máquina?

—Ese tipo ha superado a lo que nos creó, fuese lo que fuese. ya lo verás.

—Petey el Búho me la chupa y me da un dólar.

—Petey el Búho no está mal, pero no es un invento que supere a los dioses.
Le di mis veinte.

—Te advierto, Tony, que si se trata de una chifladura del calor, perderás a tu mejor cliente.

—Como dijiste antes, todos estamos locos de todas formas. Puedes subir.

—De acuerdo —dije.

—Vale —dijo Mike el Indio—. Aquí están mis veinte.

—Os advierto que yo sólo me llevo el cincuenta por ciento. el resto es para von Brashlitz. Quinientos de pensión no es mucho con la inflación y los impuestos, y von B. bebe cerveza como un loco.

—De acuerdo —dije—. Ya tienes los cuarenta. ¿Dónde está esa inmortal MAQUINA DE FOLLAR?
Tony levantó una parte del mostrador y dijo:

—Pasad por aquí. Tenéis que subir por la escalera del fondo. Cuando lleguéis llamáis y decís «nos manda Tony».

—¿En cualquier puerta?

—La puerta 69.

—Vale —dije—, ¿qué más?

—Listo —dijo Tony—, preparad las pelotas.

Encontramos la escalera. Subimos.

—Tony es capaz de todo por gastar una broma —dije.

Llegamos. Allí estaba: puerta 69.

Llamé:

—Nos manda Tony.

—¡Oh, pasen, pasen, caballeros!

Allí estaba aquel viejo chiflado con aire de palurdo, vaso de cerveza en la mano, gafas de cristal doble. Como en las viejas películas. Tenía visita al parecer, una tía joven, casi demasiado, parecía frágil y fuerte al mismo tiempo.
Cruzó las piernas, toda resplandeciente: rodillas de nylon, muslos de nylon, y esa zona pequeña donde terminan las largas medias y empieza justo esa chispa de carne. Era todo culo y tetas, piernas de nylon, risueños ojos de límpido azul...

—caballeros... mi hija Tanya...

—¿Qué?

—Sí, ya lo sé, soy tan... viejo... pero igual que existe el mito del negro que está siempre empalmado, existe el de los sucios viejos alemanes que no paran de follar. Pueden creer lo que quieran. De todos modos, ésta es mi hija Tanya...

—Hola, muchachos —dijo ella sonriendo.

Luego todos miramos hacia la puerta en que había ese letrero: SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR.
Terminó su cerveza.

—Bueno... supongo, muchachos, que venís a por el mejor POLVO de todos los tiempos...

—¡Papaíto! —Dijo Tanya—. ¿Por qué tienes que ser siempre tan grosero?

Tanya recruzó las piernas, más arriba esta vez, y casi me corro.

Luego, el profesor terminó otra cerveza, se levantó y se acercó a la puerta del letrero SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR. se volvió y nos sonrió. luego, muy despacio, abrió la puerta. Entró y salió rodando aquel chisme que parecía una cama de hospital con ruedas. El chisme estaba DESNUDO, una mesa de metal.

El profesor nos plantó aquel maldito traste delante y empezó a tararear una cancioncilla, probablemente algo alemán.

Una masa de metal con aquel agujero en el centro. El profesor tenía una lata de aceite en la mano, la metió en el agujero y empezó a echar sin parar de aquel aceite. Sin dejar de tararear aquella insensata canción alemana.

Y siguió un rato echando aceite hasta que por fin nos miró por encima del hombro y dijo: «bonita, ¿eh?». Luego, volvió a su tarea, a seguir bombeando aceite allí dentro.

Mike el Indio me miró, intentó reírse, dijo:

—Maldita sea... ¡han vuelto a tomarnos el pelo!

—Si —dije yo—, estoy como si llevara cinco años sin echar un polvo, pero tendría que estar loco para meter el pijo en ese montón de chatarra.

Von Brashlitz soltó una carcajada. Se acercó al armario de bebidas. Sacó otro quinto de cerveza, se sirvió un buen trago y se sentó frente a nosotros.

—Cuando empezamos a saber en Alemania que estaba perdida la guerra, y empezó a estrecharse el cerco, hasta la batalla final de Berlín, comprendimos que la guerra había tomado un giro nuevo: la auténtica guerra pasó a ser entonces quién agarraba más científicos alemanes. Si Rusia conseguía la mayoría de los científicos o si los conseguía Norteamérica... los que más consiguieran serían los primeros en llegar a la Luna, los primeros en llegar a Marte... los primeros en todo. En fin, el resultado exacto no lo sé... numéricamente o en términos de energía cerebral científica. Sólo sé que los norteamericanos me cogieron primero, me agarraron, me metieron en un coche, me dieron un trago, me pusieron una pistola en la sien, hicieron promesas, hablaron y hablaron. yo lo firmé todo...

—Todas esas consideraciones históricas me parecen muy bien —dije yo—.

Pero no voy a meter la polla, mi pobrecita polla, en ese cacharro de acero o de lo que sea. Hitler debía ser realmente un loco para confiar en usted. ¡Ojalá le hubieran echado el guante los rusos! ¡Yo lo que quiero es que me devuelvan mis veinte dólares!

Von Brashlitz se echó a reír.

—jiii jiii jiii ji... es sólo mi bromita de siempre. jiii jiii jiii ji!

Metió otra vez el cacharro en el cuartito. cerró la puerta.

—¡Ay, ji jiii ji! —bebió otro trago de schnaps.

Luego se sirvió más. lo liquidó.

—Caballeros, ¡yo soy un artista y un inventor! mi MAQUINA DE FOLLAR es en realidad mi hija, Tanya...

—¿Más chistecitos, von? —pregunté.

—¡No es ningún chiste! ¡Tanya! ¡ponte en el regazo de este caballero!

Tanya soltó una carcajada, se levantó, se acercó, y se sentó en mi regazo.

¿Una MAQUINA DE FOLLAR? ¡no podía serlo! su piel era piel, o lo parecía, y su lengua cuando entró en mi boca al besarnos, no era mecánica... cada movimiento era distinto, y respondía a los míos.
Me lancé inmediatamente, le arranqué la blusa, le metí mano en las bragas, hacía años que no estaba tan caliente; luego nos enredamos; de algún modo acabamos de pie... y la entré de pie, tirándole de aquel pelo largo y rubio, echándole la cabeza hacia atrás, luego bajando, separándole las nalgas y acariciándole el ojo del culo mientras le atizaba, y se corrió... la sentí estremecerse, palpitar, y me corrí también.

¡Nunca había echado polvo mejor!

Tanya se fue al baño, se limpió y se duchó, y volvió a vestirse para Mike el Indio. supuse.

—El mayor invento de la especie humana —dijo muy serio von Brashlitz.

Tenía toda la razón.

Por fin Tanya salió y se sentó en mi regazo.

—¡NO! ¡NO! ¡TANYA! ¡AHORA LE TOCA AL OTRO! ¡CON ESE ACABAS DE FOLLAR!
Ella parecía no oír, y era extraño, incluso en una MAQUINA DE FOLLAR, porque yo nunca había sido muy buen amante, la verdad.

—¿Me amas? —preguntó.

—Sí.

—Te amo, y soy muy feliz. y... teóricamente no estoy viva. Ya lo sabes, ¿verdad?

—Te amo, Tanya, eso es lo único que sé.

—¡Cago en tal! —Chilló el viejo—. ¡Esta JODIDA MAQUINA!

Se acercó a la caja barnizada en que estaba escrita la palabra TANYA a un lado. Salían unos pequeños cables; había marcadores y agujas que temblequeaban, y varios indicadores, luces que se apagaban y se encendían, chismes que tictaqueaban... von B. era el macarra más loco que había visto en mi vida. Empezó a hurgar en los marcadores, luego miró a Tanya:

—¡25 AÑOS! ¡Toda una vida casi para construirte! ¡Tuve que esconderte incluso de HITLER! y ahora... ¡pretendes convertirte en una simple y vulgar puta!

—No tengo veinticinco —dijo Tanya—. Tengo veinticuatro.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Como una zorra normal y corriente!

Volvió a sus marcadores.

—Te has puesto un carmín distinto —dije a Tanya.

—¿Te gusta?

—¡Oh, sí!

Se inclinó y me besó.

Von B. seguía con sus marcadores. Tenía el presentimiento de que ganaría él.

Von Brashlitz se volvió a Mike el Indio:

—No se preocupe, confíe en mí, no es más que una pequeña avería. lo arreglaré en un momento.

—Eso espero —dijo Mike el Indio—. Se me ha puesto en treinta y cinco centímetros esperando y he pagado veinte dólares.

—Te amo —me dijo Tanya—. No volveré a follar con ningún otro hombre.
Si puedo tenerte a ti, no quiero a nadie más.

—Te perdonaré Tanya, hagas lo que hagas.

El profe estaba corridísimo. Seguía con los cables pero nada lograba.

—¡TANYA! ¡AHORA TE TOCA FOLLAR CON EL OTRO! estoy... cansándome ya... tengo que echar otro traguito de aguardiente... dormir un poco... Tanya...

—Oh —dijo Tanya— ¡este jodido viejo! ¡Tú y tus traguitos, y luego te pasas la noche mordisqueándome las tetas y no puedo dormir! ¡ni siquiera eres capaz de conseguir un empalme decente! ¡Eres asqueroso!

—¿COMO?

—¡DIJE «QUE NI SIQUIERA ERES CAPAZ DE CONSEGUIR UN EMPALME DECENTE»!

—¡Esto lo pagarás Tanya! ¡Eres creación mía, no yo creación tuya!

Seguía hurgando en sus mágicos marcadores. Quiero decir, en la máquina. Estaba fuera de sí, pero se veía claramente que la rabia le daba una clarividencia que le hacía superarse.

—Es sólo un momento, caballero —dijo dirigiéndose a Mike—. ¡Sólo tengo que ajustar los cuadros electrónicos! ¡Un momento! ¡Vale! ¡Ya está!

Entonces se levantó de un salto. Aquel tipo al que habían salvado de los rusos.
Miró a Mike el Indio.

—¡Ya está arreglado! ¡La máquina está en orden! ¡A divertirse caballero!

Luego, se acercó a su botella de aguardiente, se sirvió otro pelotazo y se sentó a observar.

Tanya se levantó de mi regazo y se acercó a Mike el Indio. Vi que Tanya y Mike el Indio se abrazaban.

Tanya le bajó la cremallera. le sacó la polla, ¡menuda polla tenía el tío! había dicho treinta y cinco centímetros, pero parecían por lo menos cincuenta.

Luego Tanya rodeó con las manos la polla de Mike.

Él gemía de gozo.

Luego la arrancó de cuajo. La tiró a un lado.

Vi el chisme rodar por la alfombra como una disparatada salchicha, dejando tristes regueros de sangre. Fue a dar contra la pared. Allí se quedó como algo con cabeza pero sin piernas y sin lugar alguno a donde ir... lo cual era bastante cierto.

Luego, allá fueron las BOLAS volando por el aire. Una visión saltarina y pesada. Simplemente aterrizaron en el centro de la alfombra y no supieron qué hacer más que sangrar.
Así que sangraron.

Von Brashlitz, el héroe de la invasión ruso-norteamericana, miró ásperamente lo que quedaba de Mike el Indio, mi viejo camarada de sople, rojo, rojo allá en el suelo, manando por su centro... von B. se dio el piro, escaleras abajo...

La habitación 69 había hecho de todo salvo aquello.

Luego le pregunté a ella:

—Tanya, habrá problemas aquí muy pronto. ¿Por qué no dedicamos el número de la habitación a nuestro amor?

—¡Como quieras, amor mío!

Lo hicimos, justo a tiempo; y luego entraron aquellos idiotas.

Uno de aquellos enterados declaró entonces muerto a Mike el Indio y como von B. era una especie de producto del gobierno norteamericano, en seguida se llenó aquello de gente, varios funcionarios de mierda de diversos tipos, bomberos, periodistas, la pasma, el inventor, la CIA, el FBI y otras diversas formas de basura humana.

Tanya vino y se sentó en mi regazo.

—Ahora me matarán. Procura no entristecerte, por favor.

No contesté.

Luego von Brashlitz se puso a chillar, apuntando a Tanya:

—¡SE LO ASEGURO, CABALLEROS, ELLA NO TIENE NINGUN SENTIMIENTO! ¡CONSEGUI QUE HITLER NO LA AGARRASE! ¡Se lo aseguro, no es más que una MAQUINA!
Todos se limitaron a quedarse allí mirándole. Nadie le creía.

Era ni más ni menos la máquina más bella, la mujer por así decirlo, que habían visto en su vida.

—¡Maldita sea! ¡Majaderos! toda mujer es una máquina de follar, ¿es que no se dan cuenta? ¡Apuestan al mejor caballo! ¡EL AMOR NO EXISTE! ¡ES UN ESPEJISMO DE CUENTO DE HADAS COMO LOS REYES MAGOS!

Aun así no le creían.

—¡ESTO es sólo una máquina! ¡No tengan ningún MIEDO! ¡MIREN!

Von Brashlitz agarró uno de los brazos de Tanya.

Lo arrancó de cuajo del cuerpo.

Y dentro, dentro del agujero del hombro, se veía claramente, no había más que cables y tubos, cosas enroscadas y entrelazadas, además de cierta sustancia secundaria que recordaba vagamente la sangre.
Y yo vi a Tanya allí de pie con aquellos alambres enroscados colgándole del hombro donde antes tenía el brazo. Me miró:

—¡Por favor, hazlo por mí! recuerda que te pedí que no te pusieras triste.

Vi como se echaban sobre ella, como la destrozaban y la violaban y la mutilaban.

No pude evitarlo. Apoyé la cabeza en las rodillas y me eché a llorar...

Mike el Indio nunca llegó a cobrarse sus veinte dólares.

Pasaron unos meses. No volví al bar. Hubo juicio, pero el gobierno eximió de toda culpa a von B. y a su máquina. Me trasladé a otra ciudad. Lejos. y un día estaba sentado en la peluquería y cogí una revista pornográfica. Había un anuncio:

«¡Hinche su propia muñequita! veintinueve dólares noventa y cinco.

Goma resistente, muy duradera. Cadenas y látigos incluidos en el lote.

Un bikini, sostén, bragas, dos pelucas, barra de labios y un tarrito de poción de amor incluidos. von Brashlitz Co.».

Envié un pedido. A un apartado de Massachusetts. También él se había trasladado.

El paquete llegó al cabo de unas tres semanas. Fue bastante embarazoso porque yo no tenía bomba de bicicleta, y me puse muy caliente cuando saqué todo aquello del paquete. Tuve que bajar a la gasolinera de la esquina y utilizar la bomba de aire.

Hinchada tenía mejor pinta. Grandes tetas, un culo. Inmenso.

—¿Qué es eso que tiene ahí, amigo? —me preguntó el de la gasolinera.

—Oiga, oiga, yo le he pedido prestado un poco de aire. Soy un buen cliente, ¿no?

—Bueno, bueno, puede coger el aire. Pero es que no puedo evitar la curiosidad... ¿qué tiene ahí?

—¡Vamos, déjeme en paz! —dije.

—¡DIOS MIO! ¡que TETAS! ¡mire, mire!

—¡Ya las veo, imbécil!

Le dejé con la lengua fuera, me eché el chisme al hombro y volví a casa. Me metí en el dormitorio.
Aún estaba por plantearse la gran cuestión...

Abrí las piernas buscando algún tipo de abertura.

Von B. no lo había hecho mal del todo.

Me eché encima y empecé a besar aquella boca de goma. De cuando en cuando echaba mano a una de las gigantescas tetas de goma y la chupaba. Le había puesto una peluca amarilla y me había frotado con la poción de amor toda la polla. No hizo falta mucha poción de amor, con la del tarro habría para un año.

La besé apasionadamente detrás de las orejas, le metí el dedo en el culo y le di sin parar. Luego la dejé, di un salto, le encadené los brazos a la espalda, con el candadito y la llave, y le azoté el culo de lo lindo con los látigos.

¡Dios mío, voy a volverme loco! pensé.

Después de azotarla bien, volví a metérsela. Follé y follé. Era más bien aburrido, la verdad. Imaginé perros follando con gatas; imaginé dos personas follando en el aire mientras caían de un rascacielos. Imaginé un coño grande como un pulpo, reptando hacia mí, apestoso, anhelante de orgasmo. Recordé todas las bragas, rodillas, piernas, tetas y coños que había visto. La goma sudaba; yo sudaba.

—¡Te amo, querida! —susurré jadeante en sus oídos de goma.

Me fastidia admitirlo, pero me obligué a eyacular en aquella sarnosa masa de goma. No se parecía en nada a Tanya.

Cogí una navaja de afeitar y destrocé el artefacto. lo tiré donde las latas vacías de cerveza.

¿Cuántos hombres compran esos chismes absurdos en Norteamérica?

¿No pasas ante medio centenar de máquinas de joder si das una vuelta por cualquier calle céntrica de una gran ciudad de Norteamérica? con la única diferencia de que éstas pretenden ser mujeres.
Pobre Mike el Indio, con su polla muerta de cincuenta centímetros.

Todos los pobres mikes. Todos los que escalan el Espacio. Todas las putas de Vietnam y Washington.
Pobre Tanya, con su vientre que había sido el vientre de un cerdo. Sus venas que habían sido las venas de un perro. Apenas cagaba o meaba, follar, sólo follaba (corazón, voz y lengua prestados por otros). Por entonces, sólo debían haber hecho unos diecisiete trasplantes de órganos. Von B. iba muy por delante de todos.

Pobre Tanya, qué poco había comido la pobre... básicamente queso barato y uvas pasas. Nunca había deseado dinero ni propiedades ni grandes coches nuevos, ni casas super-caras. Jamás había leído el diario de la tarde. No deseaba en absoluto una televisión en color, ni sombreros nuevos, ni botas de lluvia, ni charlas de patio con mujeres idiotas; jamás había querido un marido médico, o corredor de bolsa, o miembro del Congreso o policía.

Y el tipo de la gasolinera sigue preguntándome:

—Oiga, ¿qué fue de aquello que trajo a hinchar aquel día?

Pero ya no me lo preguntará más. Voy a echar gasolina en otro sitio. Y no volveré tampoco a la barbería donde vi la revista del anuncio de la muñeca de goma de von B. voy a intentar olvidarlo todo.

¿No harías tú lo mismo?


Fin



  • Autor: Charles Bukowski.
  • Titulo original: The Fuck Machine.
  • País: Argentina.
  • Año: 1983.
  • Género: Realismo Sucio.
  • Arte: William Etty.

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Hans Christian Andersen: El Traje Nuevo del Emperador

El Traje Nuevo del Emperador


Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

—¡Deben ser vestidos magníficos! —pensó el Emperador—. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela—. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»—, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores —pensó el Emperador—. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! —pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas—. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! —pensó—. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

—¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? —preguntó uno de los tejedores.

—¡Oh, precioso, maravilloso! —respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes—. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

—Nos da una buena alegría —respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
—¿Verdad que es una tela bonita? —preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto —pensó el hombre—, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

—¡Es digno de admiración! —dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

—¿Verdad que es admirable? —preguntaron los dos honrados dignatarios—. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos —y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! —pensó el Emperador—. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

—¡Oh, sí, es muy bonita! —dijo—. Me gusta, la apruebo—. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: —¡oh, qué bonito!—, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. —¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!— corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: —¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

—Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. —Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

—¡Sí! —asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

—¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva —dijeron los dos bribones— para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

—¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! —exclamaban todos—. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

—El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.

—Muy bien, estoy a punto —dijo el Emperador—. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

—¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

—¡Pero si no lleva nada! —exclamó de pronto un niño.

—¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! —dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

—¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

—¡Pero si no lleva nada! —gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.


Fin




  • Autor: Hans Christian Andersen.
  • Titulo original: Keiserens nye Klaeder.
  • País: Dinamarca.
  • Año: 1837.
  • Género: Cuento de Hadas.
  • Arte: Vilhelm Pedersen.

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Bram Stoker: La Casa del Juez

La Casa del Juez


Cuando llegó la época de sus exámenes, Malcolm Malcomson se decidió de repente a marchar a un lugar retirado, con el fin de poder estudiar con tranquilidad. Temía la atracción de las poblaciones costeras y también el aislamiento completamente rural. De las primeras conocía sus encantos. Determinó, pues, buscar un pueblo sin pretensiones, donde nadie ni nada pudieran distraerle.

Como es natural, se abstuvo de preguntar acerca de nombres ni de lugares a sus amigos, puesto que todos le recomendarían con seguridad sitios ya conocidos por él. Y, lo que era peor, por aquéllos. Malcomson deseaba evitar las amistades, pues no quería que nadie le molestase en sus estudios. Por eso decidió buscar él mismo el lugar. Llenó una maleta con algunas prendas y todos los libros que necesitaba, y adquirió un billete para el primer nombre del horario de salidas que vio en la estación.

Cuando al cabo de un viaje de tres horas se apeó en Benchurch, sintióse satisfecho de haber borrado su rastro por completo y de hallarse en un sitio donde podría estudiar con toda tranquilidad. Luego dirigióse directamente a la única posada de aquella adormilada aldea, y se dispuso a pasar allí la noche. Benchurch era un pueblo con mercado, por lo que una vez cada tres semanas se veía sumamente atestado de gente, aunque el resto del mes resultaba tan vacía como un desierto.

Al día siguiente de su llegada, Malcolm empezó a buscar un alojamiento todavía más aislado que la posada, la cual se llamaba «Al buen viajero». Sólo una casa llamó su atención y satisfizo su idea de soledad: en realidad, soledad y quietud no eran los términos más apropiados para definirla, ya que el más adecuado seria desolación y no aislamiento. Era un edificio vetusto, decaído, de estilo jacobita, con pesados aleros y ventanas, usualmente pequeñas, más elevadas de lo normal en las demás casas del pueblo, muchas de las cuales estaban casi a ras del suelo, y rodeado por una tapia de construcción maciza.

Tras un examen más detenido, le pareció más una morada fortificada que una mansión ordinaria. Fue todo esto lo que más le gustó a Malcolm. "Aquí, pensó, tendré la verdadera oportunidad de estudiar. Aquí seré feliz. Si, ésta es la casa que andaba buscando"... Su alegría aumentó cuando supo, con certeza, que la casa no estaba habitada.

En Correos se enteró del nombre del agente, quien raras veces se veía sorprendido por una solicitud relativa a la vieja casona. El señor Carnford, el agente y abogado local, era un caballero de cierta edad, que confesó encantado que hacia mucho tiempo que nadie deseaba alquilar aquella mansión.

—A decir verdad —añadió—, habría llegado, en favor de sus propietarios, a alquilarla gratis al menos durante un año, con el fin de que la gente se acostumbrase a verla habitada. Lleva tanto tiempo vacía, que se ha creado incluso cierto prejuicio. Es posible que su ocupación lo destruya..., aunque esté ocupada —agregó con una tímida mirada al aspecto de Malcolm— por un sabio como usted, que desea calma y tranquilidad para sus estudios.

Malcolm juzgó innecesario preguntarle al agente cuál era el prejuicio... Sabia que conseguiría mejores informes respecto al tema, si los precisaba, por boca de otras personas. Abonó tres meses de renta, se guardó el recibo, y anotó el nombre de una mujer que seguramente haría las faenas de la casa. Luego, se marchó con las llaves en el bolsillo.

Se dirigió en busca de la patrona de la posada, persona muy amable y simpática. y le pidió consejo sobre las tiendas y las provisiones que podría necesitar. Ella levantó las manos hacia el techo cuando él le contó adónde iba a alojarse.

—¡No en la Casa del Juez! —exclamó aterrada.

Malcolm le explicó las ventajas de aquella casa para él, añadiendo que ignoraba su nombre. Cuando terminó su exposición, ella le contestó:

—Si, seguro..., seguro que es la misma. Seguro que es la Casa del Juez.

Malcolm le preguntó gentilmente qué pasaba con semejante lugar, por qué le llamaban de aquel modo y qué tenían en contra del mismo.

La mujer respondió que así llamaban a la casa porque muchos años antes (ignoraba cuánto tiempo, puesto que ella era de otra parte del país, aunque pensaba que se trataba de más de cien años) había sido la morada de un juez a quien todos temían a causa de sus terribles sentencias y su hostilidad a los presos. Respecto a lo que hubiera en contra de la casa, lo ignoraba también. A menudo lo había preguntado, pero nadie le habla informado; aunque existía la impresión general de un "algo". Por su parte, ni por todo el dinero del Banco de Drinkwater permanecería una sola hora en aquella casa. Después, se disculpó con Malcolm por aburrirle con su charla.

—Opino —concluyó diciendo— que, para un joven caballero como usted, no es bueno que viva allí tan solo. Si usted fuera mi hijo, y perdóneme por decirle tal cosa, no dormiría allí esta noche, ni ninguna, claro. aunque tuviese que ir en persona a tocar la señal de alarma que hay en el tejado.

La buena mujer estaba tan preocupada, y era tan amable en sus intenciones, que Malcolm, aunque interiormente divertido, sintióse emocionado. así, respondió que le agradecía sus buenas intenciones y añadió:

—Mi querida señora Witham, no tiene por qué preocuparse por mí. Un hombre que estudia matemáticas superiores no tiene tiempo para ocuparse de cosas misteriosas. Su tarea es demasiado exacta y meticulosa y también prosaica para permitir que ningún rincón de su cerebro se dedique a especulaciones misteriosas de cualquier clase. Las progresiones armónicas, las permutaciones y las combinaciones, aparte de las funciones elípticas, ya suponen bastante misterio para mi —agregó riendo.

La señora Witham se ofreció para adquirir cuanto él necesitase, y Malcolm se marchó a visitar a la mujer de faenas recomendada por el agente.

Cuando volvió con ella a la Casa del Juez, al cabo de dos horas, vio que la señora Witham ya le aguardaba con varios hombres y chicos portadores de bultos y paquetes, así como el mozo de un tapicero que llevaba una cama en una carreta, pues, según dijo la mujer, aunque las sillas y las mesas estuviesen en buen estado, una cama que no se había aireado en más de cincuenta años, no era lugar apropiado para unos huesos juveniles. Evidentemente, la señora Witham tenía curiosidad por visitar el interior de la casa, y aunque era manifiesto que temía «algo», pues al menor ruido se agarraba fuertemente a Malcolm, de quien no se apartaba ni un solo instante, examinó todo el lugar.

Tras la visita a la casa, Malcolm decidió instalarse en el inmenso comedor, que podía satisfacer todas sus necesidades; y la señora Witham, con la ayuda de la señora Dempster, que así se llamaba la «interina», procedió a efectuar los arreglos necesarios. Cuando hubieron desenvuelto y vaciado todas las cajas, Malcolm comprendió que la señora Witham había sido previsora en extremo, pues las provisiones al menos eran para una semana. Antes de marcharse, ella le deseó mucha suerte. Y ya en la puerta se volvió y le espetó:

—Tal vez, señor, el comedor resulte excesivamente grande para usted, y además, habrá quizá corrientes de aire, por lo que sería conveniente que instalara alrededor de su cama, al menos por las noches, una cosa de esas que se llaman... biombos; aunque, a decir verdad, antes me moriría que estar encerrada dentro de uno de esos objetos, con todas esas cosas... que asoman la cabeza por todas partes... incluso por arriba... podrían mirarme...

El panorama que ella misma acababa de evocar fue demasiado para sus nervios, y huyó velozmente de allí.

La señora Dempster resopló con aires de superioridad cuando desapareció la otra mujer, y observó que por su parte no temía a ningún duende del reino.

—Le diré una cosa, señor —continuó—: los duendes son muchas cosas, muchas... menos duendes. Ratas y ratones, y también avispas o cucarachas; puertas que crujen, tejas sueltas, vidrios rotos, manijas y tiradores flojos en las cómodas... que a veces caen por la noche. Fíjese en el artesonado de esta habitación. ¡Tiene unos cien años de antigüedad! ¡Imagínese las ratas y cucarachas que habrá ahí dentro! Y usted no ve nada. Las ratas son los duendes, se lo aseguro, y los duendes son las ratas. ¡Y no crea otra cosa!

—Señora Dempster —replicó Malcolm con gravedad, con una ligera inclinación cortés—, sabe usted más que un sabio auténtico. Y permítame decirle, como signo de estimación hacia su indudable bondad de corazón y buen juicio, que cuando yo me vaya, le cederé la posesión de esta casa, donde podrá usted vivir al menos dos meses, puesto que la he alquilado por tres y a mi me bastará para mis estudios con cuatro semanas a lo sumo.

—Muchas gracias, señor —repuso ella—, pero no podría dormir ni una sola noche fuera de mi propio lugar. Yo vivo en la Greenshow's Charity, y si durmiera una sola noche fuera de mi habitación, la perdería. En esa casa de beneficencia las reglas son muy estrictas; y hay demasiadas personas que aguardan una vacante para arriesgarme a perder mi cama. Aunque le aseguro, señor, que me encantará servirle en cuanto sea menester durante su estancia aquí.

—Mi buena mujer —observó Malcolm rápidamente—, he venido aquí en busca de soledad y aislamiento, y créame que le estoy agradecido al difunto Greenshow por haber organizado una casa de beneficencia de forma tan admirable, pues de este modo me veo frustrado en la oportunidad de experimentar esta forma de tentación. El mismo San Antonio no habría podido ser más rígido en este punto.

—Ah, ustedes los jóvenes —rió la mujer—, no temen nada, y estoy segura de que aquí logrará gozar de la soledad que tanto anhela.

Tras estas palabras se dedicó a sus quehaceres domésticos, y al atardecer, Malcolm regresó de un paseo (siempre iba provisto de uno de sus libros cuando salía), encontrando el comedor barrido y fregado, el fuego en el hogar de la chimenea, la lámpara encendida, y la mesa dispuesta para la cena con los excelentes víveres adquiridos por la señora Witham.

—¡Bravo! —exclamó Malcolm, restregándose las manos—. Esto es comodidad.

Cuando terminó de cenar, llevó la bandeja al otro extremo de la inmensa mesa, cogió de nuevo los libros, añadió leña al fuego, redujo la luz de la lámpara y se dispuso a estudiar profundamente. Continuó sin descanso hasta las once, momento en que volvió a avivar el fuego y reanimar la mortecina lámpara, mientras se hacía una taza de té. Siempre había sido bebedor de té, y durante su vida universitaria había gustado todas las noches de una taza antes de acostarse.

Aquel descanso fue un gran lujo que disfrutó con una sensación de voluptuosa delicia. El reanimado fuego chisporroteó y llameó alegremente, produciendo enormes sombras en la vasta estancia. Mientras tomaba el té soñó con el sentido de aislamiento que más le gustaba. Fue entonces cuando observó por vez primera el ruido que hacían las ratas.

«Seguramente, se dijo, no lo han hecho mientras estudiaba, de lo contrario me habría fijado.»

Cuando el ruido fue en aumento, estuvo seguro de que acababa de empezar. Era evi4ente que las ratas se habían asustado ante la presencia de un desconocido, ante la luz del fuego y la lámpara; mas con el paso de las horas había aumentado su osadía y ahora disfrutaban de su ocupación favorita.

¡Qué atareadas estaban! ¡Qué ruidos más extraños! Arriba y abajo por dentro del artesonado, por el techo y bajo el suelo, correteaban a más y mejor, royendo, arañando... Malcolm sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: "¡Las ratas son los duendes, se lo aseguro, y los duendes son las ratas!".

El té empezaba ya a ejercer su estimulo intelectual y nervioso, y Malcolm previó con alegría otras largas horas de trabajo antes de dar por terminada la jornada. Con el sentido de seguridad que aquel brebaje le daba, se permitió echar un buen vistazo a la habitación. Cogió la lámpara con una mano y dio una vuelta, preguntándose por qué una casa tan estupenda y antigua estaba tan descuidada. El labrado del roble en las tallas del artesonado era excelente, y todas las puertas y ventanas poseían gran mérito. En los muros habla algunos cuadros antiguos, aunque estaban tan polvorientos y sucios que era imposible distinguir el menor detalle, a pesar de levantar la lámpara cuanto la longitud de su brazo le permitió. Aquí y allá habla algún agujero o grieta taponado momentáneamente por el morro de una rata, con sus brillantes ojillos relucientes a la luz, pero al instante desaparecían, sucediéndose entonces un correteo y un chillido.

Lo que más le asombró, no obstante, fue el cordón de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un extremo de la habitación, aliado derecho de la chimenea. Malcolm acercó un sillón al caliente hogar y sentóse para saborear una última taza de té. Poco después atizó el fuego y prosiguió con su trabajo, sentado a una esquina de la mesa con el fuego a su izquierda. Durante un rato, las ratas le molestaron con sus constantes correrías, pero se acostumbró a aquel ruido lo mismo que la gente se acostumbra al tictac de un reloj o al rumor del agua corriente; tan inmerso estaba al fin en su estudio que todo lo del mundo, excepto el problema que trataba de solucionar, no existía para él.

De pronto, levantó la cabeza, con el problema aún sin resolver, intuyendo en el aire aquella sensación de la hora que precede al amanecer, tan temible para una vida que se extingue. El ruido de las ratas había cesado. Bien, a él le pareció que había cesado recientemente. Y fue el cese de todo ruido lo que más le había perturbado.

El fuego estaba muy bajo, aunque todavía dejaba esparcir un débil resplandor rojizo. Al levantar la cabeza, Malcolm se estremeció a pesar de su sangfroid.

Encima del enorme sillón de roble tallado, colocado en el lado derecho de la chimenea, habla una rata enorme, que le contemplaba fijamente con ojillos llenos de odio. Malcolm hizo un ademán para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Luego, fingió tirarle algo. La rata siguió inmóvil, aunque enseñó sus puntiagudos dientes, y sus crueles ojillos brillaron a la luz de la lámpara con mayor odio aún.

Malcolm sintióse aturdido, y cogiendo el atizador de la chimenea se aprestó a matar al animal. Sin embargo, antes de que pudiese golpearlo, la rata, con un chillido que pareció toda la concentración de su odio, saltó al suelo y trepando por el cordón de la campana de alarma desapareció en la oscuridad, más allá del alcance del cono de luz de la lámpara de pantalla verde. Instantáneamente, y de manera muy extraña, las ratas del artesonado volvieron a reanudar sus ruidos.

Por entonces el cerebro de Malcolm no estaba ya concentrado en el problema de matemáticas, y como el canto del gallo le anunció que estaba amaneciendo, se fue a la cama, donde no tardó en dormirse.

Dormía de manera tan profunda, que ni siquiera se despertó cuando la señora Dempster entró en la habitación. Sólo cuando ella hubo barrido, tuvo listo el desayuno y tabaleó sobre el biombo que encerraba la cama, despertó Malcolm. Estaba un poco cansado por la noche de trabajo tan duro, pero la taza de té cargado le refrescó y despabiló, por lo que, cogiendo el libro, salió a dar un paseo matutino, llevándose unos bocadillos puesto que no pensaba regresar hasta la hora de cenar.

Encontró un sendero desierto entre unos olmos, fuera de la población, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. Al regreso entró en la posada para saludar a la señora Witham y agradecerle todas las molestias que se había tomado. Cuando ella le vio a través de la cristalera de su despachito, se apresuró a salir para darle la bienvenida. Luego le miró fijamente, con ojos escrutadores, sacudió la cabeza y exclamó:

—Trabaja usted demasiado. Está muy pálido esta mañana. Se acuesta muy tarde y su cerebro se fatiga en exceso, y esto no es bueno para ningún joven. Dígame, ¿qué tal ha pasado la noche? Supongo que bien, claro. Pero, le aseguro, señor, que me alegré cuando la señora Dempster me contó esta mañana que cuando ella lleg6 a su casa, usted dormía como un leño.

—Oh, lo he pasado muy bien —repuso él, sonriendo—. Ese «algo» todavía no me ha molestado. Sólo las ratas, y se lo aseguro que corren por todas partes. Vi una que parecía un verdadero diablo, sentada en mi sillón de la chimenea, y no huyó hasta que la amenacé con el atizador. Entonces, trepó por el cordón de la campana de alarma y se metió por la pared o el techo... No pude verlo bien pues aquello estaba muy oscuro.

—¡Dios se apiade de nosotros! —se asustó la señora Witham—. ¡Un diablo sentado en su sillón de la chimenea! ¡Tenga cuidado, señor, tenga cuidado! Los rumores siempre tienen algo de verdad.

— ¿ Qué quiere decir? Le aseguro que no la comprendo.

—¡Un diablo...! Ah, quizás el demonio... No, no se ría, señor —añadió la buena mujer, puesto que Malcolm había prorrumpido en una estrepitosa carcajada—. Los jóvenes siempre se ríen de lo que estremece a los viejos. Ah, no importa, señor, no importa, y ojalá pueda usted seguir riendo toda la vida. ¡Es lo único que realmente le deseo!

La patrona de la posada, por unos instantes, gozó con las risas de Malcolm, olvidando momentáneamente sus temores.

—Oh, perdone —dijo de pronto el joven estudiante—. No crea que soy un necio, pero sus palabras me hicieron reír... ¡Vamos, creer que el diablo en persona estuvo anoche sentado en mi sillón de la chimenea...!

Ante tal pensamiento, el joven volvió a reír. Después, se marchó a su casa para cenar.

Aquella noche, las ratas empezaron a hacer ruido mucho más temprano; en realidad, lo hacían ya antes de su llegada, y sólo cesó cuando hizo su entrada como si su presencia las molestase. Después de cenar, Malcolm sentóse unos momentos ante el fuego para fumar un cigarrillo; y después, tras quitar los platos y la bandeja de la mesa, empezó a estudiar nuevamente.

Aquella noche, las ratas le molestaron más que la anterior. ¡Cómo correteaban y roían arriba y abajo, abajo y arriba! ¡Cómo chillaban, cómo arañaban, cómo roían! Tomándose más atrevidas por momentos, se asomaban por los agujeros del artesonado, por las grietas, por los resquicios, por las ensambladuras, y sus ojillos relucían como luciérnagas cuando las llamas de la chimenea se elevaban y decaían. Sin embargo, para Malcolm, sin duda ya acostumbrado a ello, aquellos ojillos no eran malvados, y los juegos rateriles más bien le conmovían. A veces, las más atrevidas saltaban al suelo o corrían por las molduras del techo. De cuando en cuando, si le molestaban con exceso, Malcolm hacía algún ruido para asustarlas, golpeando la mesa con una mano o siseando, con lo cual todas regresaban despavoridas a sus escondrijos.

Así transcurrió la primera parte de aquella noche, y a pesar del ruido, Malcolm logró absorberse por completo en su trabajo.

De pronto, levantó la cabeza, como la noche anterior, casi abrumado por el súbito silencio. No se oía el menor ruido, el menor arañazo, el menor chillido. Reinaba un silencio de tumba. Malcolm se acordó de lo ocurrido la noche anterior e instintivamente miró hacia el sillón que estaba junto a la chimenea. Entonces se vio sobrecogido por una extraña sensación.

Sentada en el sillón de madera de roble se hallaba la misma rata enorme, contemplándole fijamente con sus odiosos ojillos.

Instintivamente, el joven cogió lo que más a mano tenia, un libro de logaritmos, y se lo arrojó. El libro no estuvo bien apuntado y la rata no se movió, de modo que Malcolm repitió la operación de la noche anterior con el atizador; la rata, al verse de nuevo perseguida de cerca, trepó por la cuerda de la campana de alarma. Cosa extraña: su marcha fue seguida instantáneamente por la reanudación de los ruidos a cargo de la comunidad rateril.

En esta ocasión, como en la anterior, Malcolm no logró distinguir por dónde había desaparecido la rata, pues la pantalla verde de la lámpara dejaba en tinieblas la parte alta de la estancia, y el fuego estaba bastante bajo.

Cuando consultó su reloj, MaIcolm vio que era casi medianoche; y sin lamentar el divertissement, atizó el fuego y sirvióse su té nocturno. Había trabajado mucho y pensó que tenía derecho a un cigarrillo de modo que tomó asiento en el sillón, delante del fuego, dispuesto a gozar del humo del tabaco.

Mientras fumaba empezó a pensar que le gustaría saber por dónde había desaparecido el animal puesto que tenía cierta idea para el día siguiente, relacionada con una trampa para ratas. De acuerdo con su idea, encendió otra lámpara y la colocó de modo que iluminara bien el rincón de la derecha de la chimenea. Luego, reunió todos sus libros y los colocó cerca de su alcance, para poder arrojarlos contra el roedor. Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y dejó su extremo encima de la mesa, fijándose debajo de la lámpara verde. Al manejarla, observó que era muy flexible y muy fuerte, aparte de no estar desgastada ni raída en absoluto.

"Sería posible colgar a un hombre con esto.., pensó"
Terminados los preparativos, miró a su alrededor y se dijo muy complacido: 

"Y ahora, amiguita, creo que esta vez sabré tu secreto".

Se absorbió de nuevo en sus problemas, y aunque al principio le molestó algo el ruido de las ratas, no tardó en quedar sumido en sus proposiciones y problemas matemáticos.

Otra vez se vio arrancado de sus estudios de manera repentina. No era ya solamente el profundo silencio que le rodeaba lo que le había distraído, sino un leve movimiento de la cuerda, que hacía oscilar la lámpara.

Sin moverse, levantó la vista para ver si el montón de libros estaba a su alcance, y paseó la mirada a lo largo de la cuerda. 

Entonces vio cómo la rata saltaba de la cuerda al sillón, y permanecía sentada, observándole. Malcolm levantó un libro con la mano derecha, y apuntando cuidadosamente, se lo tiró a la rata. Esta, con un rápido movimiento, saltó a un lado y esquivó el proyectil. Entonces, el joven cogió otro volumen, y un tercero, y los arrojó uno tras otro contra el roedor, siempre sin fortuna. Al fin, al levantarse con un cuarto libro en la mano, la rata chilló y pareció asustada.

Esto hizo que Malcolm deseara más que nunca tirarle el libro, que esta vez golpeó a la rata con un ruido sordo. El animal chilló horriblemente, y lanzando contra su enemigo una espantosa mirada malévola, corrió por el respaldo del sillón y dio un enorme salto hacia la cuerda, trepando por ella como el rayo. La lámpara se balanceó bajo aquel súbito impulso, mas como era muy pesada, no volvió. Malcolm mantuvo sus ojos fijos en la rata, y a la luz de la segunda lámpara vio que aquélla saltaba hacia una moldura del artesonado y desaparecía por un agujero de uno de los grandes cuadros que colgaban del muro, oscurecidos, invisibles bajo la capa de mugre y polvo.

—Por la mañana buscaré la guarida de mi amiguita —murmuró el estudiante, recogiendo sus libros—. El tercer cuadro a partir de la chimenea. No lo olvidaré.

Iba cogiendo los libros uno a uno, comentando sus títulos al levantarlos.

—Secciones cónicas no le ha hecho nada, ni Oscilaciones cicloidales, ni los Principios, ni Cuaternarias ni la Termodinámica. ¡Ah, este es el libro que la obligó a huir!

Malcolm lo cogió y lo miro. Fue entonces cuando sufrió un terrible sobresalto y por su rostro se extendió una súbita palidez. Miró asustado a su alrededor y tembló ligeramente, al tiempo que murmuraba:

—¡Dios mío! ¡La Biblia que me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!

Sentóse de nuevo a estudiar, y las ratas reanudaron sus juegos. No le molestaban, sin embargo; al contrario, su presencia parecía hacerle compañía. No obstante, se vio incapaz de concentrarse en su trabajo, y tras luchar un rato con uno de los problemas, cerró el libro con desesperación y se marchó a la cama, en el momento en que por la ventana penetraban las primeras luces del alba.

Durmió pesadamente, aunque con inquietud, y soñó mucho. Cuando la señora Dempster le despertó ya algo tarde, Malcolm parecía algo enfermo, y durante unos instantes no recordó exactamente dónde estaba. Su primera petición sobresaltó a la señora Dempster.

—Señora Dempster, mientras yo esté hoy fuera, quisiera que limpiara completamente, lo mejor posible, esos cuadros..., especialmente el tercero después de la chimenea. Quiero ver qué representan.

Por la tarde, Malcolm estuvo ocupado con unos libros en el sendero de los olmos, y a medida que transcurría el día iba sintiéndose tan calmado y contento como el día anterior, progresando de modo satisfactorio en sus estudios. Consiguió resolver algunos de los problemas que más le preocupaban, y cuando visitó a la señora Witham en la posada, lo hizo en un estado de júbilo.

En el comedor, junto con la dueña, encontró a un forastero, a quien aquélla le presentó como el «doctor Thomhill». La mujer parecía algo angustiada, y esto, combinado con las preguntas que el doctor Thomhill no tardó en dirigirle al joven, hicieron que éste llegara a la conclusión de que su presencia allí no era casual.

—Doctor Thomhill —exclamó Malcolm de pronto, sin más preámbulos—, contestaré de buen grado a sus preguntas si antes responde usted a una mía.

El doctor pareció sorprendido, pero sonrió y repuso al momento:

—De acuerdo. ¿De qué se trata?

—¿Le ha pedido la señora Witham que viniera a verme y aconsejarme?

El doctor Thomhill permaneció un instante como cortado, y la señora Witham enrojeció y se retiró al instante. Pero el doctor era un hombre leal y sincero, y respondió francamente:

—Efectivamente, aunque no quería que usted lo supiera. Supongo que mis preguntas tan apresuradas se lo han hecho sospechar. La señora Witham me dijo que no le gustaba la idea de que viviera usted solo en aquella casa, y además cree que toma usted el té demasiado fuerte y en cantidades excesivas. En realidad, desea que le aconseje que tome menos té, y se acueste más temprano. También yo fui estudiante, por lo que supongo que puedo tomarme la libertad, en mi calidad de colega suyo, de aconsejarle en estos términos, y no como si fuese un desconocido.

Malcolm sonrió alegremente y extendió la mano.

—¡Chóquela!, como dicen en América —exclamó—. Le agradezco su franqueza, y también la amabilidad de la señora Witham, que merece algo de mi parte. Bien, prometo no tomar más té fuerte... En realidad, ni fuerte ni flojo. Y que me acostaré todas las noches a la una como más tarde. ¿De acuerdo?
—¡Magnífico! —dijo el doctor Thornhill—. Y ahora, cuénteme qué ha observado en aquella casona. 

Malcolm pasó entonces a relatar minuciosamente todo lo ocurrido en las dos noches precedentes. De vez en cuando se veía interrumpido por una exclamación de la señora Witham, que había vuelto al comedor. Cuando finalmente él relató lo referente a la Biblia arrojada a la rata, estuvo a punto de desmayarse, y no se recobró hasta haberse tomado una copa de coñac y agua. El doctor Thornhill escuchaba el relato con suma gravedad, y cuando el joven terminó y la señora Witham se hubo recuperado por completo, preguntó:

—La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma, ¿verdad?

—Siempre.

—Supongo que ya sabe —musitó el doctor tras una pausa— qué es esa cuerda.

—No.

—Es —explicó lentamente el doctor— la cuerda que el verdugo usaba para todas las victimas del rencor judicial del Juez.

Se vio interrumpido por otro grito de la señora Witham, y tuvieron que tomar varias medidas, entre ellas otra copa de coñac, para reanimarla. Tras consultar Malcolm su reloj, viendo ya que era la hora de cenar, se marchó a su casa antes de que la buena mujer se recobrase del susto.

Cuando se recobró, la dueña de la posada asaltó al doctor con toda clase de preguntas, acusándole además de imbuir ideas estúpidas en la mente de Malcolm.

—¡Con lo que le ocurre ya tiene bastante para inquietarse! —añadió.

—Mi querida señora —replicó serenamente el doctor—, se lo dije con un propósito definido. Deseaba llamar su atención hacia la cuerda de la campana. Es posible que ese joven esté un poco excitado y que haya estudiado demasiado. Aunque diría que es un muchacho sano, tanto mental como físicamente, no me gustaron sus explicaciones sobre los episodios de la rata y la sugerencia diabólica —el doctor movió la cabeza y continuó—. Me habría ofrecido a pasar esta noche en su casa, pero creo que lo habría considerado como una ofensa. Es posible que esta noche sufra un gran susto o una alucinación, y en ese caso puede tirar de la cuerda. De este modo nos avisará y llegaremos a su lado antes de que le suceda nada. Esta noche estaré levantado hasta muy tarde y mantendré bien abiertos los oídos. No se alarme si tenemos una sorpresa en Benchurch antes de que amanezca.

—Oh, doctor, ¿a qué se refiere?

—A que posiblemente, no, probablemente, oiremos la campana de alarma de la casa del Juez esta noche.

Y el doctor salió del comedor con la mayor prosopopeya.

Cuando Malcolm llegó a la mansión, vio que era un poco más tarde que los otros días, pues la señora Dempster ya se había marchado, puesto que no debía saltarse ningún reglamento de la casa de beneficencia.

A Malcolm le gustó encontrar su estancia limpia y bien dispuesta, con un fuego muy vivaz y la lámpara encendida. La noche era más fría de lo que cabía esperar en abril, y soplaba un fuerte viento que adquiría fuerza por instantes, prometiendo acabar en tormenta.

Durante unos minutos, después de su entrada, cesó el ruido de las ratas; mas tan pronto como se acostumbraron a su presencia, lo reanudaron de nuevo. A Malcolm le agradó oírlas, pues aquel ruido volvió a darle sensación de compañía, y su mente retrocedió hacia el extraño hecho de que sólo callaban cuando la otra, la rata enorme de ojos cargados de odio, aparecía en el sillón. La lámpara de lectura estaba encendida y su pantalla verde mantenía el techo y la parte superior de la habitación en la oscuridad, de modo que la amable luz del hogar que se extendía por el suelo y reluda sobre el mantel blanco de la mesa, colocado a uno de sus extremos, resultaba cálido y alentador. Malcolm sentóse a cenar con buen apetito y alegre ánimo. Después de la cena y tras fumarse un cigarrillo, sentóse a trabajar, dispuesto a no permitir que nada le molestase, pues recordaba su promesa al doctor. Por tanto, estaba decidido a aprovechar el tiempo de que disponía del mejor modo posible.

Trabajó durante una hora, y luego sus pensamientos se desviaron de los libros. Las circunstancias que le rodeaban, las llamadas hacia su atención física, y sus susceptibilidades nerviosas eran innegables.

El viento se había convertido ya en una galerna, y la galerna en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, se estremecía hasta sus cimientos, y la tormenta rugía y gemía a través de las innumerables chimeneas y los extraños tejados, produciendo raros sonidos en los cuartos y corredores vacíos. Incluso la gran campana de alarma del tejado padecía la fuerza del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente. Como si la campana se moviese de cuando en cuando. Y el extremo de la cuerda caía hacia el suelo con un sonido sordo y hueco.

Mientras Malcolm prestaba atención al ruido de la tormenta, recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que el verdugo usaba para todas las víctimas del rencor judicial del Juez.»

Malcolm se dirigió a la chimenea y cogió la cuerda entre sus manos para examinarla. Parecía sentir un gran interés por ella, y por un instante se perdió en especulaciones respecto a qué víctimas se habría referido el doctor, y al malévolo deseo del Juez de conservar tan malvada reliquia delante de sus ojos. De vez en cuando, el balanceo de la campana seguía elevando y bajando la cuerda. De pronto, Malcolm notó una nueva sensación, una especie de temblor de la cuerda, como si algo se moviera a lo largo de la misma.

Levantando instintivamente la vista, el joven vio a la gran rata que descendía poco a poco hacía él, mirándole con extraña fijeza. Dejó caer la cuerda y retrocedió, musitando una maldición, y la rata trepó de nuevo por la cuerda y desapareció. En el mismo instante, Malcolm tuvo conciencia de que las ratas volvían a alborotar, después de haber callado por algún tiempo.

Todo esto le hizo meditar. Pensó que no había investigado el escondite de la rata, ni examinado los cuadros, como intentaba hacer. Encendió, por tanto, la otra lámpara sin pantalla, y manteniéndola en alto, se colocó delante del tercer cuadro, a mano derecha de la chimenea, por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.

Al primer vistazo retrocedió con tanta rapidez que casi dejó caer la lámpara, y por su semblante se extendió una intensa palidez. Le temblaban las rodillas, y de su frente caían grandes gotas de sudor. Todo su cuerpo temblaba como un álamo. Pero era joven y animoso, y no tardó en recobrarse. Tras una pausa de varios segundos, avanzó de nuevo, levantó la lámpara y examinó el cuadro, ya sin polvo ni mugre.

Representaba a un juez ataviado con su toga y el armiño. Su rostro era duro, implacable, malvado, vengativo, con una boca sensual, una nariz ganchuda de color rojizo, y en forma de pico de ave de presa. El resto de la cara tenía un color cadavérico. Los ojos mostraban un brillo peculiar, con una terrible expresión de malignidad. Al contemplarlos, Malcolm quedóse helado, pues acababa de observar unos ojos iguales a los de la enorme rata. La lámpara estuvo a punto de escurrirse de entre sus manos, al divisar a la rata atisbando a través de un agujero del cuadro. Observó distraídamente que las demás ratas estaban completamente calladas. Sin embargo, trató de reanimarse y prosiguió con el examen de la pintura.

El Juez estaba sentado en un gran sillón de madera de roble, a mano derecha de una chimenea de piedra donde, en un rincón, colgaba del techo una cuerda, con el extremo enrollado en el suelo. Con una gran sensación de horror, Malcolm reconoció su propia estancia, y miró en torno suyo como esperando ver al Juez detrás de él. Luego, miró hacia el rincón de la chimenea... y tras lanzar un alarido, la lámpara se le cayó al suelo.

Allí, en el sillón del Juez, colgando detrás la cuerda, estaba sentada la rata que poseía los odiosos ojos de aquél, intensificados ahora por una expresión sumamente malvada. Aparte de los aullidos de la tormenta, reinaba un silencio absoluto.

La lámpara caída le sirvió a Malcolm para recobrarse en parte. Afortunadamente era de metal, por lo que el petróleo no se había derramado. Sin embargo, la necesidad práctica de levantarla sirvió para calmar las nerviosas aprensiones del joven. Cuando la hubo cogido, se enjugó la frente y meditó un momento.

—¡Esto no puede continuar! —murmuró atropelladamente—. Si sigo así, acabaré volviéndome loco. ¡Esto ha de terminar! Le prometí al doctor que no tomaría el té. ¡Hay que tener fe, él tiene razón! Tengo los nervios desquiciados por el estudio. Es gracioso que no me hubiese dado cuenta. Sin embargo, ahora lo sé, y no volveré a cometer locuras.

Mezcló un vaso de coñac con agua y, tras apurarlo, volvió resueltamente a su trabajo.

Llevaba casi otra hora de estudios, cuando levantó la vista del libro, perturbado por el súbito silencio. Fuera, el viento aullaba y gemía cada vez con más fuerza, y la lluvia caía y golpeaba contra las ventanas, tamborileando como granizo; pero dentro de la casa no había el menor sonido, aparte del clamor del viento y las gotas de lluvia que siseaban al caer por la chimenea. El fuego estaba ya mortecino, y no llameaba, aunque todavía ofrecía un resplandor rojizo.

Malcolm prestó oído atento, y al fin oyó un ruidito débil, casi inaudible. Procedía del rincón donde colgaba la cuerda, y le pareció oír también el crujido de aquélla contra el suelo al moverse la campana en el tejado a causa del vendaval. Sin embargo, al levantar la vista distinguió en la penumbra a la gran rata, pegada a la cuerda, royéndola... Malcolm, incluso vio algunas hebras ya sueltas. Fue entonces cuando la rata terminó su labor, y el extremo roído de la cuerda cayó sobre el suelo de roble, mientras por un instante la rata continuaba como unida a aquel extremo de cuerda, empezando a moverse atrás y adelante.

Malcolm experimentó una punzada de terror al pensar que ya no le cabía posibilidad de pedir ayuda exterior. De pronto, experimentó una intensa furia y, cogiendo el libro que estaba estudiando, lo arrojó con todas sus fuerzas a la rata. El lanzamiento estuvo bien calculado, pero antes de que el proyectil alcanzara a la rata, ésta se dejó caer al suelo con un golpe sordo. Instantáneamente, Malcolm corrió hacia allí, pero el animal huyó y desapareció en la oscuridad de la habitación. El joven comprendió que por aquella noche se había concluido su trabajo, y decidió aliviar la monotonía de su existencia dando caza a la rata, por lo que cogió la gran lámpara verde con fin de obtener un radio de luz mayor.

De este modo, la parte superior de la estancia quedó alumbrada, y bajo el mayor aporte de luz, enorme en comparación con las anteriores tinieblas, los cuadros de las paredes parecieron avanzar osadamente. Desde donde estaba, Malcolm tenía frente a si el tercer cuadro a partir de la chimenea, a mano derecha.

Se frotó los ojos muy sorprendido, sintiendo que se apoderaba de él un terror indefinible. En el centro del cuadro había un gran agujero de forma irregular, como si alguien hubiese arrancado un pedazo de tela. El fondo continuaba como antes, con el sillón, la chimenea y la cuerda, pero faltaba la figura del Juez.

Malcolm, casi gélido de terror, giró lentamente sobre si mismo, y entonces se echó a temblar como un hombre atacado por mal de san Vito.

Sus fuerzas parecieron abandonarle, y sintióse incapaz de actuar o moverse, incluso de pensar. Sólo podía ver y oír.

Allí sentado en el sillón de roble, se hallaba el Juez con su toga escarlata y su armiño, con sus malévolos ojillos mirando vengativamente, y una sonrisa triunfal en su resuelta y cruel boca, al levantar las manos con un gorro negro.

Malcolm sintió que la sangre abandonaba su corazón, en un instante de prolongado martirio. Le zumbaban los oídos. Fuera, oía el clamor de la tempestad y, a través de aquel estruendo, las campanadas de medianoche en la plaza del mercado. Durante un tiempo que le pareció interminable, estuvo clavado al suelo como una estatua, con los ojos muy abiertos, horrorizados, falto de respiración. Al sonar el reloj, se intensificó la sonrisa triunfal del Juez, ya a la última campanada de medianoche se cubrió la cabeza con la capucha negra.

Lenta y deliberadamente, el Juez se levantó del sillón y cogió el pedazo de cuerda que yacía en el suelo, pasándola por entre sus manos, como gozando con su contacto, y luego, lentamente, empezó a formar un nudo en el extremo. Después, lo apretó y probó con el pie, tirando fuerte hasta que quedó satisfecho; por fin lo convirtió en un nudo corredizo.

Empezó a avanzar a lo largo de la mesa, por el lado contrario a Malcolm, clavados en él los ojos, hasta adelantarle. De pronto, con un rapidísimo movimiento, plantóse ante la puerta.

Malcolm comprendió que estaba atrapado y trató de pensar qué podía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del Juez, que no apartaba su vista de él, y al que, por fuerza, se veía el joven obligado a mirar. Vio cómo el Juez se le aproximaba, manteniéndose siempre entre él y la puerta, y levantaba el lazo con la malvada intención de aprisionarle.

Con un enorme esfuerzo, Malcolm se echó a un lado y la cuerda le pasó rozando, chocando contra el duro suelo. El Juez volvió a levantar el lazo y trató de apresarle, siempre con sus odiosos ojos fijos en él, pero una vez tras otra, el estudiante, gracias a un terrible esfuerzo, conseguía esquivar el nudo. Esto sucedió varias veces, sin que el Juez se desanimase nunca por sus fracasos. Más bien parecía que estuviese jugando con Malcolm como el gato con el ratón.

Desesperado al fin, Malcolm miró, acorralado, en torno suyo. La lámpara estaba bien encendida, y en la estancia reinaba una buena iluminación. Malcolm divisó, en todos los agujeros, grietas y resquicios del artesonado, los ojillos de las ratas. Y aquella visión, puramente física, le proporcionó un enorme consuelo. Volvió a tender la vista alrededor y observó que la cuerda que se elevaba hacia el techo estaba poblada de ratas. Estaba completamente cubierta por ellas, y muchas más iban surgiendo por los agujeros del techo. Finalmente, el peso de las ratas hizo que la cuerda se moviera y tocase la campana.

¡Clan... clan! El badajo empezó a chocar fuertemente contra el bronce. El sonido aún era pequeño, pero la campana no tardaría en aumentar sus balanceos.

Al oírlo, el Juez, que tenía los ojos fijos en Malcolm, los levantó, y por su rostro se extendió una expresión de maldad diabólica. Sus ojillos resplandecieron como tizones y pataleó con el pie, con un ruido que hizo temblar la casa.

Cuando volvió a levantar la cuerda, estalló un trueno horrísono, mientras las ratas corrían arriba y abajo de la cuerda, como queriendo trabajar contra reloj. Esta vez, en lugar de arrojar el lazo, el Juez se aproximó a su víctima, abriendo bien el nudo. Al acercarse más, su presencia pareció contener un «algo» paralizante, y Malcolm quedóse rígido como un cadáver. Sintió los helados dedos del Juez en su garganta, al serle ajustada la cuerda. El nudo se apretó..., se apretó hasta lo indecible. Luego, el Juez, tomando en sus brazos la forma rígida del joven estudiante, lo transportó al sillón de roble, y colocándose a su lado, levantó la mano y cogió el extremo balanceante de la cuerda. En aquel instante, las ratas huyeron chillando y desaparecieron por los agujeros del techo. Tomando el extremo de la cuerda que rodeaba la garganta de Malcolm, el Juez lo ató de nuevo a la cuerda que colgaba del techo, y después empujó el sillón...

Cuando empezó a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez, no tardó en reunirse la multitud. Aparecieron luces y antorchas, y la silenciosa muchedumbre echó a correr hacia la vieja mansión. Golpearon fuertemente a la puerta, mas no hubo respuesta. Por fin, lograron hundirla y todos corrieron hacia el gran comedor, encabezados por el doctor.

Allí vieron cómo el extremo de la cuerda de la gran campana de alarma colgaba sobre el cuerpo del estudiante, mientras que en los ojos del Juez, de nuevo en el cuadro, brillaba una maligna sonrisa.


Fin




  • Autor: Abraham Stoker.
  • Titulo original: The Judge's House.
  • Año: 1891.
  • Género: Cuento de Horror / Terror.
  • Traductor: Desconocido.
  • Arte: Ferdinand Van Kessel.

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